No me arrepiento de llamarte
de madrugada
para contarte cuánto mide mi enfado
y cuánto pesa mi orgullo,
para decirte que mañana
seguiré ladrando que no quiero verte,
para mendigar tus disculpas
y entonces,
sólo entonces,
ser capaz de ceder.
Los innumerables fracasos
para terminar con una conversación
me dan la victoria
sobre esa sal en tus heridas
de la que a veces soy responsable.
Por cierto,
no es que me guste constatar
dónde está el límite
de tu paciencia
o de los decibelios de tu voz
cuando te desesperas,
pero he comprobado
que la primera, por suerte, no lo tiene
y los segundos suben
sólo hasta que me rozan
atormentados
implorando un armisticio.
Tregua concedida,
sólo quería aclarar
que soy un bombardero
con un secreto:
a veces me gusta refugiarme en un búnker,
en tu búnker,
y dejarme de granadas.