miércoles, 19 de febrero de 2014

XIV

Abrí la puerta de un mundo del que tantas veces oí hablar, al que se referían como un lugar utópico. Ese que no tiene más ley que la de entregarte a alguien renunciando a otros besos, a otros cuerpos, a otras primeras citas -y a otras citas sin más-. Aquí pintas los paisajes a tu antojo, y puedes darle la vuelta al reloj de arena las veces que quieras y empezar a jugar de nuevo. Y aunque si se desata la tormenta las nubes lanzan truenos que resquebrajan a uno por dentro, cuando llega la calma los jardines se llenan de color y el viento baila con las flores. Pero no me molesta la tempestad. Porque en este lugar nacen las musas de los poetas, este lugar es en sí pura poesía. 
Todo aquel que presuma de tener sangre corriendo por sus venas debe viajar allí al menos una vez en su vida. Y es sencillo hacerlo, porque el lugar del que hablo se encuentra dentro de nosotros, es la cuna de las sonrisas tontas, es una mesa para dos, es una cama donde las sábanas se confunden con los cuerpos, es un paseo sin saber a dónde ir ni preocuparse por ello. En este lugar el sol sale siempre, y le pido que deje cartas a la luna para que ella las coloque debajo de esa almohada que alguna vez me ha visto dormir, y se evaporan entonces para convertirse en sus sueños. Aquí cada mañana brilla más de lo habitual, el fuego nunca quema, el hielo se derrite para que nos bañemos en su agua. Aquí sólo hay sitio para dos, pero cualquiera puede asomarse a mirar y comprobar que no estamos de paso, que nos quedaremos el tiempo que haga falta. Que sé que si uno de los dos huye no volverá aunque la puerta quede abierta, pero no lo haremos, porque sólo los cobardes huyen, y yo soy más valiente que nunca ahora que estoy arropada por su calor. La balanza está en perfecto equilibrio, y no dejamos jamás de alimentar los sentimientos con lo que se les antoje, los mimamos para que nunca quieran irse.
De su mano llamé al timbre de ese mundo del que hablo, y en mi estómago las pequeñas mariposas dejaron paso a jilgueros que cantaban día y noche. Y desde ese día allí vivimos juntos, aunque no siempre podamos vernos; dormimos bajo las estrellas y despertamos escuchando nuestra respiración. Y mis manos no pueden dejar de escribir para hacerle comprender lo que no sé poner en palabras cuando cambio cualquier cosa por acariciar su piel.

sábado, 15 de febrero de 2014

Desorden.

Dulce caos y amarga incoherencia. 
Lobos negros y ruiseñores blancos. 
Un sinsentido Una voz, un silencio. Cara y cruz. 
Verde esperanza, eso sí, jamás el verde de Lorca -a pesar de que la esperanza en ocasiones da la vida y otras la arrebata-.
La paradoja de quemarse con el hielo.
Exigencia. Prisa, mucha prisa. 
Pereza y perfeccionismo. 
Un perro fácil de adiestrar, y otro salvajemente rebelde.
Pasión ardiente, o frialdad. 
Un río de agua clara en el que bañarse, una catarata con destrucción asegurada. 
A veces lágrimas por que sí. Siempre carcajadas, ¿por qué no? 
Indecisión, pero no sumisión. 
Impaciencia, Meditación. 
El bello y temible océano.
La mejor de las virtudes. El peor de los defectos. 
Necesitar el amor, rechazar el amor, hacer el amor.
Ir, venir. 
Enamorarse de una ciudad y no querer volver jamás.
Un día soleado y lluvioso, sin arcoiris alguno.
Arte. Desastre.
El rugido de un león y el canto de una sirena. 
Una rosa con espinas. Una suave amapola.

Y quién no ha sido alguna vez desorden en estado puro.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Julios Césares.

La magia del teatro es que nadie puede definirlo con precisión. El teatro son sensaciones, son emociones emitidas y recibidas. Es realidad y ficción, es placer en la dedicación y el esfuerzo. Cuando un actor sube al escenario, cruza una puerta que le baña en una nueva identidad. Entonces es el personaje el que habla, el que se mueve, el que respira. Es el propio Marco Antonio el que incita al público a llorar la muerte del César con las palabras siempre acertadas del maestro Shakespeare. Porque en eso consiste, en hacernos creer, en que nademos en un mundo paralelo al nuestro durante unas horas, en que disfrutemos de la historia, en que evitemos hasta toser para no romper el hechizo.
Y ahí estaba yo, por suerte. Trataba de analizar los movimientos de esos gigantes del género que tenía delante de mi, intentando entrever su técnica, exprimir hasta el más mínimo detalle que pudiera servirme de aprendizaje. Y de pronto me sorprendí a mi misma atrapada en los monólogos enunciados por Bruto sobre el honor, sobre el amor a su querida Roma. Había dejado el metódico análisis para dejarme llevar. Y entonces aprendí. Porque el teatro no es teoría, es pura práctica. La interpretación, como todo arte, requiere entrenamiento, enseñanza de los que ya brillan, de los que son aquello en lo que quieres convertirte. Y he comprobado que interpretar es saber llamar a la puerta de las emociones e invitarlas a salir con tal elegancia que no sean capaces de decir que no; es clavar una estaca en el pecho de los espectadores con cada lamento, quitándoles el aliento; es dejarles con ganas de más, reventándose a aplaudir entre algún "¡Bravo!" y vítores más que merecidos. El teatro es el arte de enamorar.

"Si acaso tenéis lágrimas ahora
preparados estad para verterlas(...)
Aquí el puñal de Casio deslizóse,
la brecha ved del envidioso Casca,
aquí la herida de su amado Bruto;
y al retirar el hierro maldecido,
ved cuál de César se agolpó la sangre,
cual si fuera de casa le siguiese
a averiguar resuelta si era Bruto
quien de manera tan cruel llamaba."
-Antonio. Julio César, de William Shakespeare.