viernes, 24 de octubre de 2014

Monstruos.

Dicen que si uno habla de los demonios que se cuelan en su panel de control corporal, estos desaparecen. Pero muchos apenas los mencionan por miedo a que, en lugar de evaporarse, se instalen en otro lugar al ser liberados.

Dicen que viven en un sótano hecho de nada que conozcamos y lleno de todo lo que deseemos. En medio de tanta confusión tienen una jaula anclada al suelo en la que encierran a sus víctimas.

Dicen que entre los miles de objetos que se hallan allí, hubo unas matrioskas, y en el interior de la más pequeña dormía una niña. Una vez, un enmascarado le inyectó dieciséis años de golpe.

Y luego la nada.

La oscuridad.

Ese fue uno de los cuerpos enjaulados en el sótano, donde le llegaba el agua hasta el cuello y su reflejo era la única compañía. Como después de una lobotomía, era un ente que carecía de sus sentidos. Se avergonzaba de su suciedad y suplicaba ser liberado. Imploraba que alguien sacara a su familia de allí, que cada día que pasaba le iba trayendo a un ser querido al que no podía ver, oír, tocar, oler ni dirigir palabra alguna, pero compartía su condena. "El suelo vencerá por el peso de tanto dolor en tan pocas personas", pensaba, y el espejo estallaba de risa recordándole que no podía caer más bajo. -Este, a pesar de hacerse añicos, siempre volvía a reconstruirse para que ella no dejara de verse a sí misma una y otra vez-.

Dicen que si al cabo de unos años no regresas del subsuelo, ya nunca puedes salir del todo. Con suerte mirarás por la ventana y de tanto leer a Platón te acabarás convenciendo de que tu realidad está dentro de un contenedor de vidrio. Y con los cristales rotos querrás rehacerte a ti mismo.

La niña a la que alguien oxidó supo salir volando de aquel lugar. Y desde entonces vuelve a la infancia a menudo para evadirse de las secuelas y la inevitable madurez.

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